En esta historia todo comienza al revés, del final hacia el principio de un amor interminable y como el Viaje a la Semilla que dibujara un día nuestro Alejo Carpentier.
La hija acaricia el pelo blanco de la madre y observa el candor de las canas que fueron palideciendo cada año con el esfuerzo por hacer de su familia el mejor lugar posible. Han pasado tanto juntas: los tiempos difíciles de los noventa, la crianza de los hijos que le dicen abuela, la segunda boda, el divorcio tras el primer amor.
Por el momento disfruta tenerla este día de las madres y no importa si está ausente, si de nuevo le ha dado por colorear o si olvida el nombre de su hija.
Ahora toma la cuchara con el puré de malanga y atina a hacerle el avioncito hasta que encuentra el blanco.
Después limpia cada centímetro del rostro, la llena de lunares de talco y la vuelve a acostar.
Hace unos años no estaba así y su madre era la fuerza impulsora de la casa. Primero el desayuno bien temprano en la mañana, calentaba el agua para los nietos, planchaba el uniforme y despedía al esposo antes de partir para el trabajo.
Cuando la niña estaba en la Universidad no faltaban los vestidos para estrenar los fines de semana, porque pasaba horas atada al ritmo del pedal de la máquina de coser. Siempre tenía dulces en el refrigerador para cuando llegara del preuniversitario y nunca falló a una visita de la escuela al campo.
El primer amor despertó un poco de celos y por mucho tiempo se las dio de chaperona. Después se convirtieron en amigas inseparables, confidentes de algunas locuras que debían ocultarle al papá.
Para la primera menstruación, allí estaba ella con la sonrisa de quien lo domina todo, dueña de esas explicaciones que solo sabe dar mamá.
Pero nada como se voz inconfundible en las noches de lluvia y los cuentos que leía a la hora de dormir. Con ella gozó de una infancia bella, llena de inocencia y no entiendo cómo hizo para ocultar los altibajos de la economía familiar. A ella le debe el primer excelente en la primaria y los mejores momentos del preescolar.
Mientras la tuvo en el vientre todo resultaba incómodo, lavarse los pies constituía un acto de heroicidad. Desde ese momento, olvidó como lucía el pelado de moda y su cuerpo dejó de ostentar aquella cintura de avispa que todos le envidiaban.
Pero cuando supo que anidaba una hija en su vientre renunció a pensar en singular para vivir por las dos. Nunca buscó recompensas, pero por ciertos azares de la vida, siempre supo que esa criatura que reposaba como un óvulo en su útero, iba a acariciar su cuerpo anciano y aunque sus oídos sordos y olvidadizos no entendieran nada, ella estaría ahí, muchos años después, para mimarla y en forma de recompensa susurrarle al oído: ¡cómo te quiero mamá!.
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